Reconoce
su mirada en un bar, es ella, Soledad. Fugaces atraviesan los recuerdos cuales
dardos. Le susurra que se necesitan dos para bailar un tango.
Bailan. Y joder, que nostalgia más bonita
tienes. Pero hazte así que tienes un poco de melancolía en el labio
y te sobra azul en la mirada.
Estaba
muerto por dentro. Llevaban 500 días juntos y alguna noche más.
Apestaba a ron barato y sus manos siempre olían a marihuana. Las
persianas hasta abajo no fuera a ser que las luces simularan las
pecas de un amor pasado. O no tan pasado. Caparazón, para ahuyentar
todo lo que no fuera ella. Posiblemente era el único donante de
corazón que seguía vivo.
Un
cara a cara. Sin ser la cara de él, ni la de ese amor. Espirales.
Dormir
en la cama con ella siempre se antojó un reto. Sobre todo, si era a
partir de las dos de la madrugada y le daba por bailar descalza sobre
las sábanas. Y justo entonces, era cuando llegaba la parte de hacer
el idiota junto a ese mensaje que a la mañana siguiente te odias por
haber enviado, o por gilipollas. Que más da.
Suena
Angie de los Rolling, sube el volumen. Desconecta. Como
quien no espera, pero deja la puerta abierta.
Solo
le queda decirse a si mismo “no vayas a besarme la nuca, ahora es
tarde. Me temo (muy a tu pesar) que tengo que despedirme de ti,
Soledad.”
Ya
ha llegado Esperanza y a Gloria -esa eterna impuntual- espero, que no
le quede mucho camino.
Escrito por María González Torres. ©