sábado, 20 de septiembre de 2014

Levitar sin aire, queriendo ser viento.


Reconoce su mirada en un bar, es ella, Soledad. Fugaces atraviesan los recuerdos cuales dardos. Le susurra que se necesitan dos para bailar un tango. Bailan. Y joder, que nostalgia más bonita tienes. Pero hazte así que tienes un poco de melancolía en el labio y te sobra azul en la mirada.

Estaba muerto por dentro. Llevaban 500 días juntos y alguna noche más. Apestaba a ron barato y sus manos siempre olían a marihuana. Las persianas hasta abajo no fuera a ser que las luces simularan las pecas de un amor pasado. O no tan pasado. Caparazón, para ahuyentar todo lo que no fuera ella. Posiblemente era el único donante de corazón que seguía vivo.

Un cara a cara. Sin ser la cara de él, ni la de ese amor. Espirales.

Dormir en la cama con ella siempre se antojó un reto. Sobre todo, si era a partir de las dos de la madrugada y le daba por bailar descalza sobre las sábanas. Y justo entonces, era cuando llegaba la parte de hacer el idiota junto a ese mensaje que a la mañana siguiente te odias por haber enviado, o por gilipollas. Que más da.

Suena Angie de los Rolling, sube el volumen. Desconecta. Como quien no espera, pero deja la puerta abierta.

Solo le queda decirse a si mismo “no vayas a besarme la nuca, ahora es tarde. Me temo (muy a tu pesar) que tengo que despedirme de ti, Soledad.”

Ya ha llegado Esperanza y a Gloria -esa eterna impuntual- espero, que no le quede mucho camino.



Escrito por María González Torres. ©